Bienvenido al estado suicida

Quienes vivimos en Brasil somos parte de un experimento. Puede que aún no nos hayamos dado cuenta, pero formamos parte de un experimento. El destino de nuestros cuerpos y de nuestra muerte, son objetos de un nuevo ensayo de tecnología social, una nueva forma de gestión. Además, experimento para ser exportado. Nada de lo que está sucediendo en este país, que se fusiona con nuestra historia, es resultado de la improvisación ni de la voluntad de los que están al mando. Por la sencilla razón de que nadie puede comprender los procesos históricos tratando de aclarar la intencionalidad de sus agentes. Saber qué piensan los agentes históricos sobre lo que podrían estar haciendo es lo que menos importa. Como se ha dicho tantas veces, generalmente lo hacen sin saberlo.

Este experimento del que somos parte, en el que nos obligaron a participar, tiene un nombre. Es la implementación de un “estado suicida”, como dijo Paul Virilio. En otras palabras, Brasil ha demostrado definitivamente que se ha convertido en el escenario de la implementación de un Estado suicida. Una nueva etapa en los modelos de gestión inherentes al neoliberalismo. Ahora, con su cara más cruel. Su fase terminal.

Quien crea que esta es solo la figura tradicional del necro-estado nacional está equivocado. Caminamos más allá del tema necropolítico: del estado como administrador de la muerte y desaparición. Un estado como el nuestro no es solo el administrador de la muerte. Es el ejecutante continuo de su propia catástrofe y al mismo tiempo, el generador de su propio estallido. Para ser más precisos, es la mezcla de la gestión de la muerte de sectores de su propia población, y el coqueteo continuo y arriesgado con su propia destrucción. El fin de la “Nueva República” terminará en un ritual macabro con la aparición de una nueva forma de violencia estatal y rituales periódicos de destrucción de cuerpos.

Un estado como el nuestro no es solo el administrador de la muerte. Es el actor continuo de su propia catástrofe, es el cultivador de su propia explosión.

Este tipo de Estado sólo ha aparecido una vez en la historia reciente. Se materializó de manera ejemplar en un telegrama, un telegrama que tenía un número, el Telegrama 71. En 1945, Adolf Hitler anunció con este comunicado el destino de una guerra que en aquel momento, estaba ya perdida. “Si la guerra se pierde, que la nación perezca”, fue la instrucción.  Así, Hitler exigió que el propio ejército alemán destruyera los restos de infraestructura de una nación golpeada al vislumbrar su derrota. Como si el objetivo final fuese realmente que la nación pereciera por sus propias manos; es decir, por las manos de lo que ella misma desató. Así fue cómo el nazismo respondió a una furia secular contra el propio Estado y contra todo lo que había representado.  Para celebrar su propia destrucción y la nuestra. Hay varias maneras de destruir al Estado y una de ellas es la forma contrarrevolucionaria que acelera su propia catástrofe aunque ello nos cueste la vida. Hannah Arendt describió con asombro, el hecho de que quienes se adhirieron al fascismo no vacilaron nunca, incluso cuando ellos mismos se convirtieron en víctimas, incluso cuando el monstruo comenzó a devorar a sus propios hijos.

El asombro, sin embargo, no esta ahí. Según Freud, “incluso la autodestrucción de una persona no se puede hacer sin satisfacción libidinal”. De hecho, este es el experimento real, un experimento de economía libidinal. El Estado suicida logra hacer de la revuelta contra el estado injusto, contra las autoridades que nos excluyeron en un ritual de auto-eliminación en nombre del credo de la voluntad soberana y de la preservación de un liderazgo que debe organizar su ritual de omnipotencia incluso cuando su miserable impotencia es tan clara como la luz del día. Si el fascismo siempre ha sido una contrarrevolución preventiva, conviene no olvidar que ha transformado constantemente la festividad revolucionaria, la fiesta de la revolución en un ritual implacable de autoinmolación sacrifical. Hacer que el deseo de transformación y diferencia conjugue la gramática del sacrificio y la autodestrucción, ha sido siempre la ecuación libidinal que subyace al Estado suicida.

El fascismo brasileño y su nombre propio, Bolsonaro, finalmente encontraron una catástrofe para llamarla suya. Llegó en forma de una pandemia que usualmente requeriría que la voluntad soberana y su paranoia social compulsivamente repetida estuviesen sometidas a una acción colectiva y a una solidaridad genérica con vistas a la emergencia de un cuerpo social que no dejaría a nadie en el camino hacia el Hades. Sin embargo, ante la sumisión a una demanda de auto conservación que elimina de la paranoia su teatro, sus enemigos, sus persecuciones y sus delirios de grandeza, su elección fue un coqueteo continuo con la muerte generalizada. Si aun necesitaramos pruebas de que nos enfrentamos a una lógica de gobierno fascista, esta sería la prueba definitiva. Este no es un Estado autoritario clásico que usa la violencia para destruir a sus enemigos. Es un estado suicida y fascista que encuentra su fuerza sólo cuando pone a prueba su propia voluntad justo antes del final.

Está claro que dicho Estado se basa en una mezcla de capitalismo y esclavitud, de publicidad, de coworking, una cara juvenil de desarrollo sustentable, y una indiferencia asesina frente la muerte, la cual es reducida a un mero efecto secundario del funcionamiento, suave y necesario, de la economía. Hay quienes no advierten que los empresarios, dueños de restaurantes y publicistas a quienes escuchan son, en realidad, cerdos disfrazados de heraldos de la racionalidad económica que pregonan el miedo al desempleo por encima del miedo a la pandemia. De hecho, se enfrentan a dueños de esclavos que aprendieron a hablar business English. La lógica es la misma, solo que ahora se aplica a la población entera. El dispositivo no puede parar. Si algunos esclavos tiene que morir para lograrlo, bueno, nadie realmente hará un escándalo por eso, ¿verdad? ¿Y qué significan, después de todo, cinco o diez mil muertes cuando estamos hablando de “garantizar empleos”, es decir, de asegurar que todos continúen siendo asesinados y saqueados en acciones interminables sin sentido mientras trabajan en las condiciones más miserables y precarias posibles?

La historia de Brasil ha sido el uso continuo de esta lógica. La novedad es que ahora se aplica a toda la población. Hasta hace muy poco, el país dividía sus temas entre “personas” y “cosas”, es decir, entre aquellos que serían tratados como personas, cuya muerte causaría luto, narrativa, conmoción y aquellos que serían tratados como cosas, cuyas muertes sólo figurarían como un número, una fatalidad por la cual no hay razón para llorar. Ahora, hemos llegado a la consagración final de esta lógica, en la que la población es sólo el suministro desechable para que el proceso de acumulación y concentración no se detenga bajo ninguna circunstancia.

En la era del fascismo histórico, el estado suicida se movilizó a través de una guerra que no pudo detenerse. En otras palabras, la guerra fascista no fue una guerra de conquista. Ella era un fin en sí misma.

Por supuesto, siglos de necropolítica le han dado al Estado brasileño ciertas habilidades. Este sabe que uno de los secretos del juego es hacer desaparecer los cuerpos. De este modo, elimina números de la circulación, cuestiona datos, arroja muertos por coronavirus en otra rúbrica, cava agujeros en lugares invisibles. Bolsonaro y sus amigos de los sótanos de la dictadura militar saben cómo operar con esta lógica. En otras palabras, con el viejo arte de manejar la desaparición que el estado brasileño sabe hacer tan bien. De todos modos, there is no alternative. Ese era el precio a pagar para que la economía no se detuviera, para que los trabajos estuvieran garantizados. Alguien tuvo que pagar por el sacrificio. Lo curioso es que siempre pagan lo mismo. La verdadera pregunta es otra, a saber: ¿Existe alguien que nunca pague el sacrificio mientras predica el evangelio espurio del flagelo?

Bueno, mira qué cosa más interesante. En la República Suicida de Brasil no hay posibilidad de hacer que el sistema financiero vierta sus obscenas ganancias en un fondo común para el pago de salarios de la población confinada, ni de implementar finalmente el impuesto constitucional sobre grandes fortunas para tener parte del dinero disponible para la élite, dinero vampirizado del trabajo compulsivo de los más pobres. No, estas posibilidades no existen. There is no alternative: ¿será necesario repetirlo nuevamente?*

Esta violencia es la matriz del capitalismo brasileño. ¿Quién pagó para que la dictadura creara los aparatos para crímenes contra la humanidad en los que torturaron, violaron, asesinaron e hicieron desaparecer cadáveres? ¿No había dinero de Itaú, Bradesco, Camargo Correa, Andrade Gutiérrez, Fiesp? es decir, ¿De todo el sistema financiero y comercial que hoy tiene ganancias garantizadas por aquellos que ven nuestras muertes como un problema menor?

En la época del fascismo histórico, el estado suicida se movilizó a través de una guerra que no pudo detenerse. En otras palabras, la guerra fascista no fue una guerra de conquista. Ella era un fin en sí misma. ¿Como si fuera un “movimiento perpetuo, sin objeto ni objetivo” cuyos impases solo conducen a una aceleración cada vez mayor. La idea nazista de dominación no está vinculada al fortalecimiento del Estado, sino a un movimiento en constante movimiento. Hannah Arendt hablará de: “la esencia de los movimientos totalitarios que sólo pueden permanecer en el poder mientras están en movimiento y transmiten movimiento a todo lo que los rodea”. Una guerra ilimitada que significa la movilización total de todas las fuerzas sociales y la militarización absoluta hacia una guerra que se vuelve permanente. Es la guerra, cuya dirección no puede ser otra que la destrucción pura y simple.

Sin embargo, el estado brasileño nunca necesitó una guerra porque siempre persistió la gestión de una guerra civil no declarada. Su ejército no tenía otro propósito que volverse periódicamente contra su propia población. Esta es la tierra de la contrarrevolución preventiva, como solía decir Florestan Fernandes. La patria de una guerra civil interminable, de genocidios sin nombre, de masacres sin documentos, de los procesos de acumulación de capital llevados a cabo a través de balas y el miedo contra quienes se mueven. Todo esto fue aplaudido por un tercio de la población, por sus abuelos, por sus padres, por aquellos cuyos circuitos de afecto han quedado atrapados en este deseo no confesado de sacrificar a los demás y a ellos mismos durante generaciones. Pobres de quienes todavía creen que es posible dialogar con quienes aplaudirían a los agentes de las SS en ese momento.

Existen alternativas, pero si se implementan, serán otros los efectos que circularán, fortaleciendo a aquellos que rechazan una lógica tan fascista, permitiéndoles finalmente imaginar otro cuerpo social y político. Dichas alternativas pasan por la consolidación de la solidaridad genérica que nos hace sentir parte un sistema de dependencia y apoyo mutuo, en el que mi vida depende de la vida de aquellos que ni siquiera son parte de “mi grupo”, que están en “mi lugar”, que tienen “mis propiedades”. Esta solidaridad que se construye en los momentos más dramáticos les recuerda a los sujetos que participan de un destino común y deben sostenerse colectivamente. Algo muy diferente de: “si me infecto, es mi problema”. Una mentira atroz porque, de hecho, será un problema del sistema de salud colectivo, que no podrá servir a los demás porque deberá ocuparse de la irresponsabilidad de uno de los miembros de la sociedad. Pero si la solidaridad aparece como un afecto central, es la farsa neoliberal la que cae, esta misma farsa que debe repetirse, como dijo Thatcher: «no existe la sociedad, solo hay individuos y familias». Pero el contagio, Margaret, es el fenómeno más democrático e igualitario que conocemos. Por el contrario, nos recuerda que no existe un individuo y una familia, hay una sociedad que lucha colectivamente contra la muerte de todos y siente colectivamente cuando uno de sus miembros cree que vive solo.

Como dije antes, existen alternativas. Pasan por suspender el pago de la deuda pública, finalmente gravar a los ricos y brindan a los más pobres la posibilidad de cuidarse a sí mismos y a los suyos, sin preocuparse por regresar vivos de un entorno laboral que será el foco de difusión, que será el ruleta rusa de la muerte. Si alguien supiera realmente cómo cuidar a los anfitriones del fascismo, recordaría lo que le sucede a uno de los únicos países del mundo que se niega a seguir las recomendaciones para combatir la pandemia. Este país será el objeto de un cordón sanitario global, del aislamiento como un foco incontrolado de proliferación de una enfermedad que otros países nunca querrían volver a compartir. Ser objeto de un cordón sanitario global debe ser realmente algo muy bueno para la economía nacional.

Mientras tanto, luchamos con todas nuestras fuerzas para encontrar algo que nos haga creer que la situación no es tan mala, que se trata del deslizamiento y la osadía de un loco. No, no hay locos en esta historia. Este gobierno es la realización necesaria de nuestra historia de sangre, de silencio, de olvido. Historia de cuerpos invisibles y capital ilimitado. No hay dementes, todo lo contrario, la lógica es muy clara e implacable. Esto sólo sucede porque cuando es necesario radicalizar, siempre hay alguien en ese país que dice que aún no es el momento. Ante la implementación de un estado suicida, sólo tendríamos que acatar una huelga general por un período indefinido, una negativa absoluta a trabajar hasta ese gobierno caiga. Sólo tendríamos que quemar los establecimientos de los “empresarios” que cantan la indiferencia de nuestras muertes. Sólo tendríamos que detener la economía para siempre, usando todas las formas de contra-violencia popular. Sólo tendríamos que dejar de sonreír, porque ahora sonreír es consentir. Pero incluso una solicitud insignificante de juicio político no es aceptada por aquellos que dicen que se oponen. Es qué sería difícil no recordar estas palabras del evangelio: “Si la sal no es sal, ¿de qué sirve entonces?”. Solo debería servir para hacernos olvidar el gesto violento de rechazo que debería existir cuando intenten hacernos tragar nuestra propia carne, fría.

—São Paulo, 25 de marzo de 2020

Traducción de Marcial Godoy-Anativia


Vladimir Safatle es profesor titular en el Departamento de Filosofía de la USP (Universidade de São Paulo, Brasil) y profesor invitado en las universidades de París VII, París VIII, Toulouse y Lovaina. Co-coordina el Laboratorio de Investigación en Teoría Social, Filosofía y Psicoanálisis en la USP. Es autor de varios libros, incluido Grand Hôtel Abyss: deseo, reconocimiento y restauración del sujeto.

Marcial Godoy-Anativia es Managing Director del Instituto Hemisférico.

Endnotes

    Works Cited