Cultura covid

I

Caminar por las calles vacías del bajo Manhattan a mediados de marzo implicaba moverse entre un puñado de personas que tejían sus pasos silenciosamente para alejarse unas de otras. Todo el mundo navegaba fácilmente de la acera a la calle y viceversa, en aquella coreografía de distanciamiento social. Y digo “fácilmente” porque los automóviles habían desaparecido de repente, como los aviones y los helicópteros. Todo estaba en silencio. Incluso las grúas de construcción se habían detenido en el aire. Casi todas las tiendas estaban cerradas. Los puestos de café prometían que volverían “pronto”. El todavía no-actualizado horario comercial de las tiendas indicaba que estaban abiertas. Carteras brillosas, zapatos y muebles llamaban la atención desde las vitrinas enrejadas de las boutiques de lujo. Algunos restaurantes cerrados promocionaban menús para llevar o entregar a domicilio. “Aquí seguimos”, parecían decir. Todavía. Esperando. El tiempo se había detenido.

Era como si una fuerza invisible le hubiese arrebatado la vida a la ciudad. Me sentía como si estuviese caminando por una de esas antiguas ciudades mesoamericanas, Palenque o Chichén Itzá, abandonadas por sus poblaciones sin dejar rastros físicos de catástrofe. ¿Qué pasó? ¿Fué una plaga que los exterminó, me pregunto ahora, recordando la descripción de Antonin Artaud de su víctima que “muere sin destrucción material”? A medida que los días de encierro pasaban, me acordé nuevamente de esta reflexión de Artaud —ahora tan agudamente personal, social, médica, financiera, política y ambiental— de que el desastre demuestra ser “generalizado”. Es un “delirio y es transmisible”.

De un momento a otro, el mundo se detuvo. La pandemia nos transportó a todos a un universo alternativo que era extraño, silencioso, quieto y siniestramente familiar. En la superficie material de la ciudad, poco había cambiado. Los edificios se mantenían vacíos pero intactos. En las noticias, los gráficos rastreaban trayectorias aterradoras: las muertes se disparaban, el mercado de valores se desplomaba para luego dispararse en espiral, y Bezos rompía su récord en ganancias. Aparecieron fantasmas del 11 de septiembre, trayendo ansiedades profundas. NADA NOS APLASTA, gritaba la vitrina de un café, en un recordatorio de cómo este momento de abandono, en el bajo Manhattan, se parecía a las semanas posteriores a los ataques contra las Torres Gemelas. La pandemia también era llamada una “guerra”, una “guerra infinita”, sin fin a la vista. El enemigo de nuevo parecía ser invisible. Se hablaba de trabajadores esenciales, héroes, sacrificios y víctimas. Pero aún cuando muchos siguen preguntándose por qué nuestra sociedad no puede proteger a los trabajadores esenciales, o por qué estos héroes son, con tanta frecuencia, las víctimas, o por qué el sacrificio está tan desigualmente distribuido, ellos saben. Esta también es una guerra viral dirigida a eviscerar ciertas comunidades. La administración de Trump ha demostrado su “compromiso revitalizado con el contrato racial”, diferentes reglas para diferentes razas, y ha hecho del virus un arma contra ciertos sectores de la población estadounidense: comunidades negras, mestizas e indígenas, presos, inmigrantes, indocumentados, personas con discapacidad y los ahora “mayores”. En resumen, todos menos sus accionistas. 

Muchos de nosotros en Estados Unidos lo sabemos, siempre lo hemos sabido, y nos hemos adaptado. Pero la cultura Covid intensifica y amplifica las fracturas que a menudo se vuelven invisibles en el torbellino de la aparente normalidad cotidiana: la paranoia, la brutalidad, la militarización, la falta de cuidado. Del mismo modo que la imagen del coronavirus en el microscopio, la cultura Covid aísla, congela y enmarca la patología, sacándola a la luz. La cultura covid es tóxica, profundamente desorientadora, potencialmente transmisible.

El hecho, bien documentado, de que tanto el 9/11 como la actual crisis de la COVID-19 son heridas autoinfligidas, la culminación de la mala fe y de aún peores decisiones políticas, se disuelve en el miedo y la ansiedad que nos envuelven. En 2001, los que vivíamos en el bajo Manhattan vimos la devastación, la olimos, la comimos y sentimos el crujido de los escombros bajo nuestros pies. Hoy todos y todo es potencialmente fatal. Podemos intentar aislarnos usando máscaras, incluso guantes, para evitar a los demás.  El tacto, el contacto, la respiración podrían matarnos. E incluso si no nos matan, ¿qué quedará al final de todo, cuando llegue el momento? ¿Tendrá la gente trabajo, casa, alimento, atención médica, familia, ahorros? ¿Tendremos una democracia, una elección, el derecho a voto, un ministerio de justicia, una corte suprema legítima ? Un esténcil grafiteado en las aceras de todo un barrio, pregunta: ¿CUATRO AÑOS MÁS DE COVFEFE-19?

La cultura Covid ilumina la actual situación existencial, el grado en que la política económica y social ha obligado a muchos a adaptarse a ambientes tóxicos: cambio climático; enorme desigualdad en el ingreso; violencia racial, sexual y de género; una ideología de la sobrevivencia del más fuerte, y la lista continúa. Nosotros nos adaptamos. Como ranas en aguas cada vez más calientes, todos nos adaptamos. Trump y Bolsonaro, y otros líderes parecidos, solo intensifican el peligro. Como dijo Vladimir Safatle, “Un estado como el nuestro no es solo el administrador de la muerte. Es el ejecutante continuo de su propia catástrofe y al mismo tiempo, el generador de su propio estallido. Para ser más precisos, es la mezcla de la gestión de la muerte de sectores de su propia población, y el coqueteo continuo y arriesgado con su propia destrucción”. Pero estamos acostumbrados. Es aterrador cómo nos hemos adaptado a las profundas fracturas e iniquidades de nuestro mundo. 


Esa adaptación también se está transmitiendo y es también un delirio.

Pero la cultura Covid intensifica y amplifica las fracturas que a menudo se vuelven invisibles en el torbellino de la aparente normalidad cotidiana: la paranoia, la brutalidad, la militarización, la falta de cuidado.

De vuelta a casa a las 7 p.m., escucho el sonido metálico, como un llamado a la oración. Abro mi ventana y golpeo dos grandes ollas, haciendo tanto ruido como me sea posible, uniéndome a otros en sus ventanas o balcones que también han parado lo que estaban haciendo para agradecerles a los trabajadores de la salud. Escaneo la calle para ver de dónde vienen los sonidos, agradecida por esta nueva forma de sociabilidad sónica, por este señal de cuidado. ¿Quién se hubiera imaginado todo esto hace tres meses? 

Y desde nuestras ventanas, calles, pantallas, vemos el Empire State Building titilando en rojo. Lo veo como un signo de que la vida todavía está aquí, latiendo, y me conmueve. Otros lo perciben como un peligro mortal, una alerta roja. El corazón deja de latir. Algo, mucho, se estaba comunicando.

II

De repente, a finales de mayo, casi tres meses después de que la silenciosa y forzada quietud de la cuarentena hubiera sido impuesta azarosamente en todo el país, las calles fueron desbordadas por los cuerpos, los cantos, los carteles, los gritos, las canciones, las sirenas policiales y el implacable sonido de los helicópteros que componen la protesta callejera hoy en los Estados Unidos. 

Cuatro policias armados sujetaron a un hombre negro desarmado, George Floyd, mientras que uno de ellos, Derek Chauvin, le presionaba la rodilla contra el cuello durante 8.46 hasta matarlo.  Uno de los actos más obscenos imaginables—que aplastó la vida de un ser humano inocente— neutralizado y normalizado por la manera indiferente en la cual se llevó a cabo,  a plena vista. Los jadeos y las imprecaciones de Floyd, “No puedo respirar”, no pudieron hacer que Chauvin se detuviera ni que los otros tres oficiales intervinieran. Tampoco los movió el hecho que la escena estuviera siendo registrada en video por una mujer afroamericana de 17 años, o por transeúntes horrorizados o por las cámaras que los oficiales llevaban consigo en el cuerpo. ¿Quién podría haber hecho rendir cuentas a este policía por aplastar a un hombre negro, si siglos de racismo y discriminación en los Estados Unidos han categorizado a las personas negras como no humanas? 

Así se manifiesta la impunidad. 

Indignados por esta actuación racista y asimétrica de poder, millones de manifestantes salieron a las calles en medio de la pandemia de la COVID-19. Se estima que veintiséis millones de manifestantes desafiaron la violencia policial, tan solo en los Estados Unidos, un récord histórico. “¡Esta es la democracia!” “¿Cuáles calles? ¡Nuestras calles!” Mujeres y hombres, negros, latinx, caucásicos, indígenas y asiáticos marcharon, gritaron, cantaron, pintaron murales y estamparon en camisetas y muros el rostro y las últimas palabras de Floyd. Los manifestantes llevaban los nombres y los rostros de los asesinados en sus camisetas y máscaras faciales. Los gestos que las personas hacían y llevaban consigo decían “No podemos respirar” y “Sin justicia, no hay paz”. En todo el país, murales, grafitis, memes, eslóganes, desafiaron la declaración eurocéntrica “Todas las vidas importan”, para recordarnos que, si las vidas negras no importan, la vida de nadie importa.

El confinamiento causado por la COVID-19 no sólo acentuó el estallido de las protestas en el espacio público, sino que ayudó a desencadenarlas. Si bien los sentimientos y las políticas virulentas siempre han estado latentes en Estados Unidos, de vez en cuando –como el virus mismo–, rompen sus límites regulares y reglamentarios. El coronavirus ha vivido en murciélagos, conocidos como “anfitriones reservorios” durante millones de años, sin dañarlos. Otros animales, “anfitriones amplificadores”, a menudo se enferman haciendo que el virus se filtre hacia la población humana. Trump, en este escenario, fue a la vez un amplificador y un acelerador que arrojó confusión y llamas. La plaga de la supremacía blanca se había intensificado durante la pandemia y muchos de nosotros teníamos más tiempo para fijarnos en sus expresiones asesinas. El virus no mató a “gente común”, dijo la presidenta de la corte suprema de Wisconsin, al anular el confinamiento que había decretado el gobernador a mediados de mayo. Solo mató a mestizos, migrantes e inmigrantes que trabajaban en las plantas locales de empaquetado de carne. El hecho de que el reportero se refiriera a esta afirmación como un signo de “clasismo” muestra hasta qué punto muchos se habían acostumbrado a la normalización del racismo. Es demasiado obvio para nombrarlo, demasiado inaceptable para asumirlo –hasta ahora. Trump, los supremacistas blancos que lo apoyan y las “noticias falsas” se enfrentaron a las restricciones y protocolos para contener el virus como amenazas a sus libertades individuales. Confortados por los datos que mostraban que comunidades de color estaban siendo devastadas, rechazaron cualquier regulación sobre sí mismos. Como dice Greg Grandin, “la dependencia de los Estados Unidos en el trabajo de las personas de color confirma la base social de la existencia y, por lo tanto, la legitimidad de la vida social. En una cultura política que considera sagrados los derechos individuales, los derechos sociales son algo más vil que la herejía. Implican límites y los límites violan la promesa única estadounidense de que todo va a durar para siempre”, así que transgreden todos los límites. Un empleado fue asesinado por pedirle a un comprador que cumpliera la orden estatal de llevar una máscara en un espacio interior. Algunos siguieron las reglas, pero al mismo tiempo expresaron su desafío usando una máscara con una insignia nacionalista o del KKK, o una esvástica. El virus, por supuesto, no reconoce libertades personales y continúa propagándose. Pero el odio también es contagioso y transmite su propio delirio frenético. 


El asesinato de George Floyd detonó una furia latente ante la brutalidad, el racismo, la desigualdad estructural y la toxicidad cultural que muchos han soportado durante demasiado tiempo en los Estados Unidos. La cuarentena ofreció una pausa, un tiempo para prestar atención. Ofreció 8.46 minutos que abarcan una eternidad tan corta como el paso de Floyd de la vida a la muerte y tan larga como la lucha antirracista. La ira y la frustración se reencendieron y se propagaron. Las calles vacías llamaron. Los activistas de Black Lives Matter pusieron sus vidas en peligro para denunciar el asesinato de Floyd, pero no solo de Floyd. Más y más nombres aparecieron: Breonna Taylor, Tamir Rice, Trayvon Martin, Amadou Diallo, Michael Brown, Freddie Gray, Eric Gardner y muchos otros; una avalancha de otros casos. ¿Qué pasó con Ahmaud Arbery? ¿Por qué la mujer blanca (llamada genéricamente ‘Karen’) pensó que estaba bien llamar a la policía para acusar a un observador de aves afroamericano en el Central Park? Las personas negras siempre han sabido que sus cuerpos y vidas están sujetos a la brutalidad y al capricho del dominio blanco. Pero ¿cuándo salieron los trapos al sol de tal modo que aquellos que se han beneficiado de la dominación blanca durante tanto tiempo decidieron que la lucha antirracista era también suya? Los anfitriones de los programas nocturnos y de debate de la televisión agregaron sus propias preguntas y comentarios. Universidades, instituciones culturales, asociaciones profesionales, equipos deportivos, redes de medios de comunicación y otras organizaciones y empresas se apresuraron a condenar la violencia. La venta de libros sobre la historia afroamericana y el racismo se disparó.

Aquellos que eligieron no ser cómplices entendieron: “Silencio blanco=muerte negra”. “Como la furia silenciosa”, escribe Artaud, “la plaga más terrible es la que no revela sus síntomas”. Y muchos blancos “no racistas”, portadores silenciosos, finalmente entendieron que transmiten la enfermedad sin saber que la tienen. De una manera o de otra, la gente reconoció hasta qué punto todos estábamos atrapados en estas plagas entrelazadas. Todos nos habíamos adaptado a sus límites cambiantes, a los “umbrales sucesivos” de lo impensable, lo inimaginable. Habíamos desarrollado el percepticidio o ceguera autoinfligida: la negativa a presenciar, involucrarnos o intervenir frente a las muestras brutales de injusticia. Pero el percepticidio nos deshace, nos deja en silencio, sin poder escuchar, sin poder ver. El triunfo de la atrocidad obliga a las personas a mirar para otro lado

El asesinato gratuito de Floyd hizo evidente que la brutalidad en Estados Unidos ha ido más allá de la violencia estructural —el racismo, el sexismo y todo lo demás que mantiene y beneficia al sistema— y se ha convertido en una forma de lo que Balibar llama “violencia ultrasubjetiva”: una “idealización del odio” que necesita eliminar “cualquier rastro de alteridad en el ‘nosotros’ y en el ‘sí mismo”. No había lugar para Floyd, Bland, Martin o Arbery en la naturalizada visión supremacista blanca del mundo. Un “devenir fascista” para Balibar—siguiendo a Deleuze y a Guattari—es “el surgimiento de un deseo que ‘desea su propia represión”’. Bienvenidos al estado suicida, como lo expresó Safatle. Las protestas ponen de relieve la negativa a seguir adaptándose al ejercicio asimétrico del poder militar y discursivo. Ya es hora de defenderse. Las luchas se extienden y amplifican. Agentes federales y policías matan ciudadanos, atacan a manifestantes, maestros, ahora madres, padres con limpiadores de hojas, mientras acusan a los manifestantes de ser violentos. La doble pandemia sigue asolándonos. La promesa de que esta crisis americana continuará para siempre está, aparentemente, casi garantizada.

El primero de junio, el Empire State Building se oscureció para honrar a George Floyd. Ese poderoso gesto volvió a indicar esperanza y peligro. La ciudad parecía unida en honor y duelo a Floyd. La brillante oscuridad de la torre del Empire State reconoció la belleza de la oscuridad, el imperativo de reconocer y admitir que las vidas negras importan. Al apagar sus luces coloridas, el edificio parecía animarnos a retener, resistir y continuar resistiendo como signo de solidaridad; a aferrarse a la pausa; a ser testigos; a reconocer el dolor y la pérdida. La torre oscura encapsuló los meses, aparentemente interminables, de la cultura Covid en un estrecho marco que permitió honrar el dolor y la pérdida de tanto, y de tantos. No fue un momento de silencio, sino una noche de silencio que compartimos con aquellos que estaban en la calle, en sus ventanas, en sus balcones, mirando hacia afuera. Y, sin embargo, mientras Trump enviaba agentes de seguridad nacional y de inmigración a atacar a manifestantes y ciudadanos, era difícil no presentir que vendría más dolor, un nuevo aumento en la violencia supremacista blanca, la propagación de la ceguera autoinfligida; nuevas rondas de muertes y luto. Se apagan las luces, ¿Estados Unidos? 

—New York City, 25 de agosto de 2020

Traducción de Catalina Arango Correa


Diana Taylor es Profesora de los Departamentos de Performance Studies y Español en la Universidad de Nueva York (NYU). Es la autora de libros ganadores de importantes premios, entre ellos: Theatre of Crisis (1991) [Teatro de la Crisis], Disappearing Acts (1997) [Actos de Desaparición], The Archive and the Repertoire (2003) [El archivo y el Repertorio], Performance (2016) y ¡Presente! The Politics of Presence (2020) [¡Presente! La Política de la Presencia]. Taylor es directora saliente del Instituto Hemisférico de Performance y Política, el cual ayudó a fundar en 1998. En el 2017, Taylor fue la presidenta de la Asociación de Lenguas Modernas (MLA) y en el 2018 fue nombrada a la Academia Americana de Artes y Ciencias.

Catalina Arango Correa, doctora por la Universidad de Nueva York, es investigadora, editora y traductora independiente. Como traductora del inglés y el portugués al español, colabora frecuentemente con el Instituto Hemisférico de Performance y Política, la revista Contemporary And América Latina del Goethe-Institut, UNICEF – América Latina y el Caribe, así como con académicos y autores en los Estados Unidos y América Latina. Su sitio web es: catalinarangocorrea.com

Endnotes

    Works Cited