El sujeto migrante en tiempos de pandemia:
Contra la construcción de un “enemigo”, humanismo y solidaridad*

L os violentos discursos propulsados por el gobierno chileno desde el momento en que los(as) migrantes comenzaron a llegar al país han ido en aumento en los últimos años. Estos, sin duda, han sido intensificados y reforzados en tiempos de pandemia por los medios de comunicación, los cuales producen discursos discriminatorios con contenido racista. 

Revisemos lo sucedido algunos días durante el mes de abril, antes que se presentara el Proyecto de Ley​ de Migración y Extranjería en el Senado. El día 7, el diario La Segunda destacaba en su portada la fotografía de una mujer afrodescendiente, señalando: “se estabilizan contagios y se relajarán cuarentenas”. El día 10, el presidente de la República decía: “a través de la inmigración ilegal, [podemos] estar trayendo a nuestro país la contaminación o la infección del virus que nos está atacando”. El día 16, en una sucursal de la Administradora de Fondos de Cesantía, un ciudadano haitiano era golpeado por un guardia y humillado ante las cámaras por quienes alegaban que era portador del virus. Al día siguiente, el ministro de salud advertía: «tenemos un problema enorme en esas comunidades, que no son pocas personas de inmigrantes ilegales…”. El día 22, se confirmaba un brote de COVID-19 en la comuna de Quilicura, en el cual se denunciaba específicamente a los migrantes haitianos de no cumplir los protocolos sanitarios. Afirmaciones como las anteriores, que usan el equívoco término de “ilegal” para calificar la condición de indocumentado(a), continúan y se repiten en todo el país, naturalizando y haciendo efectiva la falsa idea de que los migrantes son responsables de la llegada o la propagación del virus en Chile. 

Cuando el COVID-19 acecha y el gobierno busca responsables de sus fracasos en el manejo de la pandemia, se moviliza la figura del sujeto migrante, ya construida negativamente en base a estereotipos que lo colocan en un lugar inferior en relación al chileno. El migrante provoca mayor desconfianza y rechazo debido a la fuerza de un sentimiento nacional atado a una estrategia económica-política que necesita un cuerpo para explotar y un sujeto para odiar. El migrante es el “enemigo”, denominación que responde a un lenguaje de guerra—declarada en general—que se utiliza para perseguirlo, expulsarlo o “cazarlo” con el propósito de calmar el temor frente al virus. En este marco de incertidumbre que genera tanta injusticia y castigo, busco entregar algunos elementos para reflexionar sobre la migración y el racismo en tiempos de una pandemia que modifica de manera desigual la vida de las personas. Ante la constante presencia de la muerte, pareciera que es necesario y urgente buscar a un migrante ya identificado como un Otro—como un “enemigo”—con el propósito de culparlo, esta vez de la propagación de un virus. 

Pero esta construcción no es inocente, pues nada dicen estos discursos sobre los aportes de los migrantes a la producción y la cultura nacional, sobre sus condiciones de vida en el país, la precariedad de sus existencias, la explotación de la trata que somete sus cuerpos a múltiples sufrimientos, la inseguridad de sus empleos, la congoja de las mujeres sexualizadas e insultadas y lo que enfrentan sus hijos y sus hijas. Tampoco dan cuenta de los infinitos esfuerzos que hacen para regularizar su estadía en Chile, obstaculizados por las absurdas decisiones de las autoridades, denunciados por el estado de sus piezas y viviendas compartidas pagadas a precios caros, o por los alquileres ilegales destinados “solos a ellos”, los migrantes, por el hecho de no poseer papeles de identidad. 

La violencia proveniente del racismo que ya existe en la sociedad chilena se intensifica durante la pandemia, cuando el migrante—como sospechoso permanente—se convierte en el sujeto a señalar como responsable o irresponsable frente a la misma…

Hoy, extrañamente, situaciones de sufrimiento social que se vieron reflejadas en expulsiones masivas, visados diferenciados, detenciones arbitrarias, entre otros hechos crueles por parte del gobierno hacia los migrantes, surgen como una “novedad” para las autoridades que no las vieron o no las quisieron ver, tal como ocurre con situaciones de hacinamiento—de la vida en cités o en campamentos. Antes de la pandemia, sólo era visible el migrante mismo, y no su condición de existencia, con el fin de su explotación en el trabajo precario o como sujeto visible de persecución. Más aún, se le han negado los papeles, y con ellos el acceso a derechos, con el propósito de mantenerles en una constante situación de desamparo.

Desde los años 90, cuando la inmigración comenzó a ser una realidad en Chile, nuestra sociedad comenzó a despreciar a quienes vinieron a trabajar y a residir. Año tras año se fue forjando una construcción negativa en contra los sujetos migrantes, basada en mitos y estereotipos que los señaló como responsables de la cesantía, las enfermedades, la delincuencia y la prostitución. Nada se dijo ni se dice sobre el origen de esta construcción estructurada histórica y políticamente que hoy, en la vida cotidiana que tejen en múltiples interacciones con los chilenos, afecta principalmente a migrantes procedentes de siete naciones de América Latina y del Caribe. Estamos así, frente a un proceso de producción de estigmas, organizado sobre el origen, la nacionalidad, la condición económica y, sobre todo, basado en la idea de que determinados rasgos culturales y corporales hacen a los migrantes jerárquicamente inferiores al “nosotros” chileno. Un “nosotros” también construido y advertido en sí mismo como blanco, civilizado y moderno, versus un “otro”—migrante—visto inmediatamente por su color, rasgos o nacionalidad, justificando así distintas formas de violencia, desprecio, intolerancia, humillación y explotación que terminan concibiéndose como una “segunda naturaleza”. 

Hacia finales del siglo XIX y comienzos del XX, en un contexto de crisis social sumado a la visibilidad pública de sectores sociales medios y populares, se buscó la constitución de un nuevo “nosotros”, una versión de la identidad nacional que incorporara a estos sectores a la figura de la “raza chilena”, consolidando así el mito de la homogeneidad de la nación. En esta configuración de la identidad chilena, los procesos migratorios jugaron un importante rol debido tanto la construcción de un sujeto deseado—cómo ocurrió con los migrantes europeos del siglo XIX cuando el estado invitó y apoyó la selección de migrantes alemanes para poblar los territorios del sur con el fin de “mejorar la raza”—cómo a la de un sujeto no deseado, o sujeto migrante, considerado como el “problema” que interrumpe y violenta las rutinas nacionales. Es así que se consigue el “reconocimiento de la diferencia”, el cual  abre un proceso identitario donde, al ser visto como un Otro, el migrante deviene en el reflejo deshumanizante y desubjetivante que precipita la construcción racial. Esta construcción, gracias a factores históricos, económicos, sociales, culturales y simbólicos, hace posible el reconocimiento entre chilenos—como el “nosotros”—que acredita la apertura de todos los significantes de la diferencia. 

Lo que sucede actualmente en Chile con la migración es la persecución del cuerpo migrante por parte de quien determina que el afuera es su lugar. El proceso de racialización tiene como consecuencia la separación entre el nosotros y el Otro que le permite al chileno, y también lo autoriza, a maltratar a la persona migrante de manera permanente. 

El racismo no es solo una ideología potente. Es también un sistema desde donde se desprenden acciones y discursos que dañan profundamente a los sujetos. Si seguimos a Albert Memmi, quien lo define como “una valorización generalizada y definitiva de diferencias reales o imaginarias, en provecho del acusador y en desmedro de su víctima, con el fin de legitimar una agresión o unos privilegios”, estamos en Chile frente a un racismo específico, armado como legitimación de la agresión y del privilegio colonial que esencializa y naturaliza las llamadas “diferencias culturales”. Lo que hay es descalificación moral de esas diferencias y, junto a ella, teorización y producción de un “cuerpo de excepción” o de un “enemigo” colocado en dispositivos completamente formalizados. En este marco, la condición construida de “migrante” adquiere un sentido profundo que sistemáticamente excluye y abre al racismo en sus múltiples dimensiones.

La violencia proveniente del racismo que ya existe en la sociedad chilena se intensifica durante la pandemia, cuando el migrante—como sospechoso permanente—se convierte en el sujeto a señalar como responsable o irresponsable frente a la misma, quedando siempre en un callejón sin salida. O más bien, sin salida y sin entrada, tal como se ha visto con migrantes que no pueden salir de Chile ni volver a entrar a su propio país. Y aun cuando participan activamente de la vida laboral nacional, no son considerados en igualdad de condiciones, menos aún en tiempos de pandemia. El racismo, al igual que otras formas de separación entre los seres humanos, debería carecer de sentido cuando está en juego la vida, y cuando la muerte no proviene de decisiones políticas sino de un virus que aun desconocemos, que nos destroza y nos golpea, traspasando fronteras y continentes. 

Pero el miedo puede más. Y frente al miedo de una sociedad asustada, pareciera que los migrantes no se pudieran enfermar, porque basta con que un grupo dé positivo para que toda una comunidad se convierta en el chivo expiatorio de los temerosos, debido a la acusada presencia de ese Otro “enemigo” que las autoridades y los medios ya han designado como culpable. 

Entonces habrá que trabajar para deconstruir lo que se ha armado desde la historia, la política y las ciencias, desarmar los mitos que han hecho posible tantas prácticas y discursos de odio. Tal vez este ejercicio contribuya a pensar en la potencia del humanismo cuando la pandemia es, de cierto modo, un espejo de la humanidad. 

Por ahora, a lo único que podemos acudir es a la solidaridad. Y en un marco solidario, humanista, que supone que la persona humana y su emancipación están por encima de cualquier otro valor, el sujeto migrante no es un “enemigo”, sino que forma parte de ese mismo “nosotros” del cual tanto se le busca apartar.

—Santiago de Chile, 3 de mayo de 2020

* El texto que presento proviene del proyecto Anillos PIASOC180008: “Migraciones contemporáneas en Chile: Desafíos para la democracia, la ciudadanía global y el acceso a los derechos para la no discriminación” del cual soy actualmente directora.


María Emilia Tijoux, Doctora en Sociología Universidad de Paris 8, Académica de la Facultad de Ciencias Sociales en la escuela de Sociología de la Universidad de Chile, Coordinadora de la Cátedra Racismos y Migraciones Contemporáneas de la Vicerrectoría de Extensión y Comunicaciones de esta misma casa de estudio.. Entre sus publicaciones se encuentra Racismo en Chile: la piel como marca de la inmigración, publicado por la Editorial Universitaria (2016). La Dra. Tijoux dictó la charla magistral de apertura en el décimo Encuentro del Instituto Hemisférico, realizado en la Universidad de Chile en junio del 2016.

Endnotes

    Works Cited