La rutina de Xigong que sigo todos los días en YouTube se basa en la respiración. “Si quieres más energía, el mejor lugar para comenzar es tu respiración”, dice mi adorable guía con los brazos flotando sobre la cabeza y luego bajando hasta agacharse. El Xigong volvió a mi mundo con el confinamiento del COVID-19, un ritual para inaugurar un día más en el búnker. Todos hemos estado buscando pequeñas formas de afirmar la vida.
¿Es extraño o sobredeterminado que los dos eventos épicos que han sacudido a los Estados Unidos y al mundo—la pandemia y el asesinato de George Floyd—tengan ambos que ver con a asfixia? De las 112.000 personas (una cifra reconocida como subestimada) que han fallecido por causa del coronavirus en Estados Unidos, casi todas murieron asfixiadas al fallarles los pulmones, o murieron por los efectos devastadores de ser colocadas en máquinas de respiración. Al igual que Eric Garner y tantos otros, George Floyd también fue asfixiado cuando un policía le bloqueó la vía respiratoria durante el tiempo suficiente para matarlo. Los linchamientos clásicos consistían en estrangular a las personas al colgarlas; la versión contemporánea es ahogarlas con los brazos alrededor del cuello. Son exactamente lo mismo: espectáculos públicos que usan el bloqueo de las vías respiratorias como instrumento de terror racial.
Como la mayoría de los mamíferos, los cuerpos humanos tienen dos pulmones, dos ojos, dos riñones, dos orejas, pero solo una vía respiratoria cerca de la superficie del cuerpo. Si se bloquea—con una uva, un brazo, o una horca—agonizas terriblemente y mueres. La estrangulación es una de las pocas maneras en que los humanos pueden matar a otros humanos sin usar un arma. En el caso del COVID-19, son los pulmones que fallan, incapaces de absorber el oxígeno. Así también las personas agonizan terriblemente mientras mueren.
Hemos estado viviendo la política de la respiración—a quiénes agarran y estrangulan los policías, y a quiénes no; quiénes deben temer y quiénes no; quiénes reciben acceso a oxígeno, respiradores, ventiladores, y quiénes no; a quiénes se les dice que se queden en casa, y a quiénes se les obliga a exponerse; quiénes están atrapados en instituciones abarrotadas de gente; quiénes pueden auto-aislarse; a quiénes se les provee protección y a quiénes no; quiénes pueden hacerse la prueba y quiénes no. La gente guarda sus oxímetros al lado de sus cepillos de dientes. En este momento extraordinario, la pregunta “qué vidas son prescindibles” se responde en la administración de las vías respiratorias. Se lleva en el aliento. El lenguaje se tuerce: ser “esencial” es estar en riesgo. En riesgo porque eres esencial para el virus también. Requiere un portador vivo.
El virus mata por vía respiratoria pero también se propaga por vía respiratoria. La fuerza del aliento vivo lo transporta de portador en portador. Con la pandemia, el contrato social muta y se convierte en un asunto de cómo la gente administra su propia respiración. La responsabilidad cívica se reduce a no respirar cerca de los demás. Respirar a propósito sobre otra persona se vuelve un arma y un crimen. La socialidad se tuerce: la separación física se convierte en la expresión primaria de la solidaridad cívica y de la amistad y el amor. Los gobiernos aprueban leyes que la requieren—hay respiración legal y respiración ilegal. Los opositores del gobierno, por supuesto, rechazan estos términos. Insisten en el contrato social pre-viral—el derecho a reunirse, el derecho a infectar y ser infectado, a respirar sobre alguien y a que le respiren encima a uno, sin normas del estado. Las iglesias exigen estatus especial, y pierden en la Corte Suprema por un único voto. Pero solo la intervención divina podría conseguir que un servicio religioso sea seguro. Cómo aprendió un grupo en Washington, el ensayo del coro te puede matar.
Cuando el virus llegó al norte de California en marzo de 2020, mucha gente ya tenía mascarillas N95. Las usaron durante los incendios de noviembre de 2018 que llenaron sus vecindarios de humo, y que incendiaron todo a su paso a temperaturas nunca antes vistas en incendios forestales. Aunque los virus están vivos y el fuego no, ambos se propagan y ambos requieren oxígeno para hacerlo. Cuando los fuegos forestales matan a las personas, lo hacen también por asfixia, y de igual forma, la única manera de extinguir un incendio forestal es sofocarlo. De lo contrario, como el virus, hay que dejarlo quemar hasta que se quede sin combustible. Como el COVID-19, como el gas lacrimógeno, como el aire contaminado, el humo ataca los pulmones. Hace daño al montarse en el aire y entrar en el cuerpo que lo respira. Las mascarillas te ayudan pero no te salvan. Ochenta y dos personas murieron en los incendios forestales de Camp en 2018, además de un sinnúmero de animales salvajes. Aquí la política de la vida y la respiración generó dos preguntas análogas a las que genera el virus: ¿Deben los gobiernos intentar sofocar los incendios o dejarlos quemar? ¿Se les debe prohibir a las personas vivir en lugares propensos a incendios, o es su derecho cívico hacerlo, sin importar el riesgo a sí mismas y a los demás?
La contaminación del aire es, sin duda, el gran problema tácito de la política de la respiración. Es una de las razones por las que las personas negras, no-blancas y pobres tienen más probabilidad de morir de COVD-19 19, ya que es más probable que sufran de afecciones pulmonares relacionadas a la contaminación. Existe una geografía política de la respiración, y esta también puede torcerse. En muchas ciudades, los cierres por el COVID-19 redujeron la contaminación en el aire lo suficiente para volver a hacer visibles algunos puntos de referencia en el paisaje—se podían ver las estrellas en Mumbai, los Andes en Santiago, el Monte Everest en Katmandú. Se podía respirar mejor, incluso con la mascarilla puesta. Los paisajes sonoros también cambiaron. Se podían oír los pájaros en Brooklyn, y el silencio también. Para muchas personas, el confinamiento, además de traer tensiones, trajo también placeres, algunos nuevos, algunos perdidos hacía tiempo.
Alrededor del mundo, en ciudades cerradas, la gente conservaba un poco de colectividad a través de ovaciones de dos minutos a una hora específica cada noche. Los ciudadanos no esenciales, y por ende protegidos, les rendían tributo a los ciudadanos esenciales, y por ende en peligro, que brindaban su cuidado y su mantenimiento. La gente llenaba sus paisajes urbanos no con cuerpos sino con aliento—alaridos, gritos y silbidos, acompañados de cacerolazos, sirenas, aplausos. Aquellos que aún respiraban solos representaban a los que no podían.
Y sin embargo, hubo otros sonidos impulsados por el amor que no zarparon en esas ondas sonoras comunales: los alaridos y gemidos del duelo. En otro giro cruel, el virus tornó peligroso que los vivos lloraran a los muertos, o que les susurraran o que les cantaran mientras morían. De todos los daños y destrozos que la pandemia ha causado en el mundo, este dolor truncado podría ser el más profundo y el más duradero. Los moribundos usando su último aliento para decir adiós por un celular que algún empleado les sujetaba al oído, antes de pasar a la próxima muerte sin aliento. Los familiares que no tuvieron la oportunidad de decir lo que nunca dijeron y ver fallecer a un ser querido. Los empleados abrumados por el peso de estas despedidas frustradas. Los sobrevivientes que no pudieron reunirse en rituales imposibles de sustituir. Como el virus mismo, el duelo se desprende por la respiración, en palabras y canciones, suspiros, gemidos, llantos, rugidos de rabia. No ha surgido un ritual de las 7 de la noche para esto.
El dolor y la rabia, creo yo, le dieron a la muerte de George Floyd la potencia para sacar a las calles a tantos millones alrededor del mundo. Ya estábamos de duelo, acosados y rodeados por la muerte durante meses. A partir del asesinato, y del video del asesinato, surgió una imperativa que superó las imperativas del virus. No había forma de quedarse en casa. La política de la respiración: la necesidad de vivir en un mundo libre del virus se vio superada por la necesidad de vivir en una sociedad libre del terror racial. Los sacrificios requeridos para extinguir el virus no se compensarían por un mero regreso a un mundo social en el que las muertes como la de Floyd siguieran siendo rutinarias. Las medidas extremas para responder al virus hicieron posibles los reclamos extremos en la calle, por dos semanas enteras. Cortarle el financiamiento a la policía, abolir la policía, acabar con el racismo sistémico, ya estamos hartos, la verdadera pandemia es el racismo, no podemos respirar. El gas lacrimógeno fue otro jugador en la lucha (convertida en arma) por la respiración; las mascarillas fueron otro—los policías se negaron a usarlas, aun cuando te enfrentaban cara a cara.
El levantamiento de George Floyd fue el resultado de años de episodios de brutalidad policial grabados en video, años de activismo en su contra, años de intentos de reforma policial, años de coordinación, especialmente por parte del movimiento Black Lives Matter (Las Vidas Negras Importan). Fue una respuesta a los movimientos de supremacía blanca apoyados activamente por un presidente racista y sus secuaces. Reflejó un cambio en la conciencia de muchas personas blancas, casi todas menores de 50 años, que han aprendido a reflexionar sobre su blancura como instrumento de injusticia. Hubo una transformación importante: las marchas no eran de gente blanca saliendo “a apoyar a la comunidad negra”. No se trataba de coaliciones. Se trataba de una enorme porción de la ciudadanía exigiendo no vivir en una sociedad fundamentada en el terror racial. Toda esta gente tuvo que elegir: seguir quedándose en casa para evitar la propagación del virus, o lanzarse a las calles para marchar y gritar, sabiendo que se propagará el virus. No gastar el aliento o ponerlo a trabajar. Los virus no tienen intenciones, pero las personas sí. Para la mayoría, la decisión no parece haber sido difícil de tomar, y casi todo el país y el mundo estuvo a favor. Fue una decisión significativa: habrá que pagar el precio. No sabemos qué tan grande será, pero sabremos su propósito y ojalá lo aceptemos. La libertad requiere riesgos. Claro que es precisamente eso lo que los conservadores blancos dijeron cuando salieron a las playas y a sus manifestaciones en coche. Pero a ellos nadie los está asfixiando hasta morir. FIN
—New York City, 8 de junio, 2020
Traducción de Marlène Ramírez-Cancio
Mary Louise Pratt es profesora emérita de la Universidad de Nueva York, donde enseñó en el Departamento de Español y Portugués y en el Departamento de Análisis Social y Cultural. Tiene un doctorado en literatura comparada de la Universidad de Stanford. Su investigación incluye trabajos sobre literatura latinoamericana y estudios latinoamericanos, literatura comparada, lingüística, teoría literaria, estudios poscoloniales, estudios feministas y de género, antropología y estudios culturales. Es autora de Imperial Eyes: Travel Writing and Transculturation (1992; 2nd ed. 2007). Una colección de sus ensayos fue publicada bajo el título Los imaginarios planetarios (Madrid: Aluvión 2017). Su trabajo más reciente como crítica y académica incluye reflexiones sobre el neoliberalismo y la cultura, el lenguaje y la globalización, y la política y el pensamiento indígena contemporáneo. Actualmente se está preparando una colección de sus textos en inglés con Duke University Press.
Marlène Ramírez-Cancio es Directora Asociada del Instituto Hemisférico de Performance y Política. Marlène también forma parte de la Mesa Directiva del National Performance Network y del Comité Asesor del Center for Artistic Activism, y es co-fundadora y co-directora de Fulana, un colectivo de mujeres latinas cuyos videos satíricos han sido exhibidos internacionalmente y cuyos miembros conducen talleres de sátira para artistas emergentes.