La pandemia zoonótica

La pandemia y el laberinto

El tiempo se rompió y lloramos los minutos que se estrellan como lágrimas de cristal e intentamos levantarlas aunque ya no reflejen la bóveda celeste. Como Lady Macbeth, procuramos lavarnos las manos ensangrentadas por el asesinato de mujeres, migrantes, travestis, personas trans, jóvenes e infantes.

Miles de millones de animales son sacrificados en los mataderos del mundo y su sangre sigue llegando a la boca de millones de humanos. Ciegos y sordos por el sabor de la sangre, nos tragamos el sufrimiento del otro.

Hace siglos que vivimos la pandemia de la indiferencia, del silencio, de la complicidad, la pandemia que significa ir al supermercado o a la carnicería más cercana a comprar el cadáver de un pollo, un puerco, una gallina, un borrego, un becerro, hasta un pez que llevamos a casa y cocinamos. El coronavirus SARS-CoV-2, no ha detenido el matadero de animales, incluso la gente más sensible mastica un “filete” sin pensarlo dos veces.

A lo largo de 2000 años ni la ciencia de Occidente ni la de Oriente, ni el prodigioso cerebro humano han podido resolver el problema del hambre y mucho menos la infame desigualdad y la miseria que provoca un modelo económico basado en el sometimiento de mujeres, niñas, personas trans, migrantes y todo ser susceptible de ser explotado.

Me refiero sobre todo a los animales, porque este coronavirus (el COVID-19) es causado por la práctica brutal y normalizada de matar animales para comerlos, un error histórico que urge superar.

El veganismo no es de ricos, también la gente sin recursos merece comer sin matar y que lo que come no le mate. Este virus parece extender nuestra capacidad de destrucción: comer matando, respirar matando, tocar matando, hablar matando.

Si un sistema económico sólo profundiza la injusticia, es obvio que nos es indispensable encontrar otra manera de vivir y por lo tanto otra manera de comer. Consumir frutas, verduras y semillas es la forma correcta y saludable de alimentarse. 

si el Coronavirus saltó a los humanos por comer animales, dejemos de comerlos y empecemos por ahí a demoler el sistema caduco que hoy nos tiene encerrados, sordos, ciegos y sin horizonte.

Sustituir los alimentos de origen animal por los de origen vegetal, eso que Adriá Voltés llama la ‘transición protéica’ y que implica al mismo tiempo un cambio de mentalidad.

Estamos dentro del laberinto que construimos con nuestra propia sordera y lo más paradójico es que, justo en el oído tenemos otro laberinto en el que según parece escuchamos sólo lo que nos conviene.

Dentro del laberinto reina la confusión. ¿Hacia dónde ir? ¿Cómo salir? ¿Cuánto tiempo va a durar la pesadilla?

En situaciones como esta, lo mejor es buscar la salida por donde entramos: si el Coronavirus saltó a los humanos por comer animales, dejemos de comerlos y empecemos por ahí a demoler el sistema caduco que hoy nos tiene encerrados, sordos, ciegos y sin horizonte.

Muchos se preguntan: ¿Qué hacer? ¿Cómo cambiar el estado de cosas que desde antes de la pandemia ya no funcionaban?

Hay una acción inmediata que todos podemos hacer, quizá no todos, por la misma desigualdad estructural, pero ahora mismo, los que buscan el cambio pueden dejar de consumir animales y sus derivados y con ese solo acto lograr que caigan los fundamentos del capitalismo patriarcal, heteronormado, depredador y carnista que se basa en la explotación de animales humanos y no humanos.

La pantalla y el espejo

Parafraseando a Carlos Monsiváis: ahora que no podemos ni salir de nuestra casa me he dado cuenta cuán horrible es el espejo. El confinamiento en esta pandemia es doble porque nos ha llevado a recluirnos como nunca en las pantallas. Apantallados, literalmente achatados frente a estos espejos negros omnipresentes que reflejan exactamente lo que cada quien lleva dentro.

“El México antiguo”, dice el historiador Paul Westheim en La calavera, “no le temía a la muerte, si no temblaba ante la incertidumbre de la vida de las personas la cual llamaban Tezcatlipoca, el que lo sabe todo, el dios de la fatalidad, el cual en el pie faltante, llevaba un funesto espejo humeante con el que podía ver el futuro.” Hoy, cuando mucho podemos ver el presente y mirar con horror la vuelta al pasado inmediato, a esa llamada “normalidad”, a esa forma de vivir tan indigna que nos llevó a esta debacle. Si hemos entonces de volver al futuro, empecemos por lo que tenemos a la mano: nuestro plato, nuestra cuchara y nuestro tenedor.

Los antiguos toltecas, que así llamaban en el México antiguo a los grandes artistas, “ los que hacían bien las cosas”, solían llevar un espejo en la espalda. En Arqueologías del espejo, Alberto Davidoff dice: “El espejo a espaldas del sabio, quizá es la referencia a la sabiduría del pasado que sigue creciendo como una planta de hondas raíces. El sabio mira a lo alto hacia el cielo real y atrás a las imágenes que de este se han construido en otras culturas”.


A mí me gusta mirar hacia nuestra cultura antigua, porque creo que los conocimientos que aún preservan las comunidades indígenas contienen la posible respuesta a la confusión universal— la concepción de la vida como la batalla de cada día que consiste en hacer florecer tu corazón, hacer trascender el camino que pisas y a la gente que te rodea y sin dejar de caminar, con la fuerza de un jaguar, desatar el fuego, la chispa inmortal guardada en tu corazón. Laurette Sejourné, la gran arqueóloga, observó todo esto en los murales de Teotihuacan.

Nadie sabe en qué momento de este proceso se encuentra cada quien, pero si sabemos que compartimos con todos los demás seres la plenitud de simplemente ser y merecer la libertad y la vida. 

Ha llegado el momento de quiebre para la humanidad. Apaguemos las pantallas y lloremos de nuevo, pero, esta vez que nuestro llanto sea como el de la mujer medicina, María Sabina, bajo el influjo de los “santos niños”, fielmente relatado por el antropólogo Álvaro Estrada en su espléndida biografía: 

“Ví que algo cayó del cielo con gran estruendo, como un rayo. Era un objeto luminoso que cegaba…el objeto se fue convirtiendo en una especie de ser vegetal cubierto por un halo. Era como una mata con flores de muchos colores. En la cabeza tenía un gran resplandor. Su cuerpo estaba cubierto de hojas y tallos. Ahí estuvo parado, en el centro de la choza, yo lo miré de frente. Sus brazos y sus piernas eran como ramas y estaba empapado de frescura y detrás de él apareció un fondo rojizo. El ser vegetal fue perdiéndose en ese fondo rojizo hasta desaparecer completamente. Al esfumarse la visión yo sudaba, sudaba. Mi sudor no era tibio, sino fresco. Me di cuenta que lloraba, mis lágrimas eran de cristal, las que al caer al suelo producían tintineos. Seguí llorando, pero chiflé y aplaudí, soñé y bailé. Bailé porque sabía que era la payasa grandiosa, la payasa dueña…En la madrugada dormí plácidamente. Dormí, pero no en sueño profundo, sino sentía que me mecía en un ensueño…Como si mi cuerpo se meciera en una hamaca gigante sostenida del cielo, que oscilaba de una montaña a otra. Desperté cuando el mundo ya estaba soleado”.

Esta última frase recuerda el final del Primero sueño de Sor Juana Inés de la Cruz: “quedando a luz más cierta, el mundo iluminado y yo despierta”.

Estamos en mitad del laberinto. La incertidumbre y la confusión nos rodean. Hay que encontrar la luz, la salida. Esta batalla sólo se puede enfrentar serenamente, no lo podemos hacer forzando más nuestra angustia, “digiriendo agonías” diría Marguerite Yourcenar. 

El carnismo, definido por Melanie Joy como el sistema de creencias o condicionamientos que empujan a comer carne, es una enfermedad, una adicción de la que podemos escapar de inmediato. 

Vivir sin violencias, sin cadáveres en nuestros platos, sin sangre en nuestras manos.

Ha llegado la hora de que se abra la flor de nuestro corazón, de convertirnos en personas-espejo, ver surgir frente a nosotrxs al espíritu de la naturaleza y abrazarlo. Dejar de ser “animales menesterosos” como nos llama el filósofo Carlos Pereda, y asimilarnos al vigor, la inocencia y el prodigio de los otros animales con los que compartimos este viaje de laberintos y espejos que llamamos existencia.

—CDMX, junio del 2020


Jesusa Rodríguez es una creadora escénica, cuyo trabajo se caracteriza por el humor irónico y la parodia política, así como una reflexión crítica sobre el fin del patriarcado y el respeto a los animales no humanos, y la lucha por la protección del Maíz nativo de México. Ha escrito, dirigido y actuado un sin fin de obras de farsa y revista política, ha dirigido también adaptaciones de autores tan diversos como Shakespeare o Marguerite Yourcenar, así como óperas clásicas y contemporáneas. También realiza performances y talleres con grupos indígenas. Actualmente es Senadora de la República.

Endnotes

    Works Cited